Uno
Despertó
aterido de frío sin saber dónde se encontraba. Tenía algo frío cubriéndole la cara y al frotársela le escoció. Notó que todo él estaba cubierto de lo que le
parecía escarcha. Percibía una luz muy
tenue a lo lejos pero al intentar caminar hacia ella se tropezó. Fue palpando
lo que parecía una torre de plástico hasta encontrar un hueco por donde pasar.
- ¿Hola? ¿Hola?- gritó al vacío. Nadie contestó. No
tenía idea de dónde estaba o cómo había llegado allí. Lo último que recordaba
era estar viendo un partido de futbol en un bar. Pero, ¿cuándo había sido eso?
Se sentía mareado y le costaba coordinar los pensamientos.
Oía un zumbido bastante fuerte sobre su cabeza, pero
no podía ver más allá de un palmo de sus ojos. Se pegó un golpe en la frente.
Tocó una especie de barra fría y fue siguiéndola con la mano hasta llegar a su
unión con una columna. Se tropezó
nuevamente con algo que hizo un ruido
seco al desmoronarse. Con las manos frente a su cara para no darse otro
porrazo, trató de abrirse camino hacia la luz. El zumbido se hizo de repente
más fuerte y notó un viento helador sobre su cuerpo. Se dio cuenta que no
llevaba abrigo y que hacía mucho frío.
Poco a poco, paso a paso fue buscando la débil
claridad. Al doblar una esquina fue capaz de distinguir unas cajas. Se acercó a
ellas tratando de ver si estaban rotuladas. Consiguió leer: “Guisantes finos”.
- ¿Dónde cojones estoy? ¿Hola? – gritó de nuevo. Pero
solamente escuchó el zumbido por encima de su cabeza.
En el siguiente montón de cajas consiguió leer
“Judías planas” y en el siguiente, “Judías redondas”.
- ¿Qué es esto? ¿Un puto supermercado?
Le castañeaban los dientes y su cuerpo temblaba cada
vez más hasta el punto de que dolía. La luz estaba casi frente a él como si
fuera un faro en un acantilado. Fue resbalando hacia ella. Cayó al suelo y sus
manos se llenaron de hielo. Comprendió
que estaba en una cámara de congelación. Pero, ¿dónde? Y, ¿por qué? Le costaba
pensar.
Consiguió llegar a la zona más iluminada y encontró
una puerta. Apretó el interruptor de plástico de apertura y aunque se oyó un
chasquido, la puerta no se abrió. Buscó alrededor por si hubiera otro
interruptor o un timbre de aviso, pero lo único que encontró fue el soporte
vacío para un hacha.
Empezó a golpear la puerta con todas sus fuerzas a la
vez que se desgañitaba pidiendo auxilio. Aunque hacía mucho frío, bajo el
jersey notaba el sudor causado por los nervios y el continuo golpeo. Le dolían
los puños y la garganta enronquecía por momentos pero siguió gritando y dándole
a la puerta, ahora ya con las manos extendidas porque los nudillos se le habían
abierto y la sangre se quedaba helada como una costra. Le temblaba todo el
cuerpo y parecía que se le iban a saltar los dientes con tanto tembleque.
Paró un momento para recuperar el aliento y cogió la
caja más cercana que pudo levantar con facilidad. Continuó dando golpes a la
puerta con la caja, que al final se rompió, cayendo por el suelo bolsas de
camarones pelados. Cogió una bolsa con cada mano y siguió golpeando la puerta.
Los golpes cada vez eran más y más débiles y sus gritos habían pasado a un
murmullo ronco.
Se dejó caer en el suelo, apoyado en la puerta.
Siguió con los golpes pero cada vez más lentos y más torpes. Luego, cesaron. Al
igual que la tiritona.
- Eh, hola, ¿cómo tú por aquí? – le sonrío a la oscuridad
al cabo de un rato de quietud. Se quedó como escuchando.- Sí, me encantaría
darme un baño en la piscina.
Torpemente se descalzó y se sacó los calcetines.
Consiguió liberar un brazo del jersey, pero fue incapaz de sacar la cabeza por
el cuello.
Ya no golpeaba la puerta ni pedía auxilio. Su cuerpo
ya no temblaba ni sus dientes castañeteaban. Su respiración era más tranquila y
suave. Hasta parecía sonreír.
Lo encontraron a la mañana siguiente. Un hombre
escarchado rodeado de camarones pelados.
- ¿Lo reconoce?- preguntó el guardia civil al
carretillero que lo había encontrado por la mañana.
- Me parece que es el veterinario. El de sanidad, ya
sabe, el que hace inspecciones.
Dos
Tenía los ojos tapados y las manos a la espalda. Le
picaba el cuerpo y el olor amoniacal le recordaba a un corral. Consiguió
levantarse e ir tanteando con las manos las paredes hasta tropezarse con algo
que sonó metálico. Siguió palpando hasta encontrar una puerta baja de barrotes
metálicos. Buscó el pestillo. Resultaba complicado, pero al final, consiguió
encontrarlo.
Cuando ya había conseguido descorrer el pestillo, una
mano le agarró fuerte de la nuca. Chilló hasta quedar sin aliento.
La sacaron de allí con fuerza. Le agarraron los
brazos y le obligaron a avanzar.
- Soltadme. ¿Qué queréis? Dejadme. Socorro.- Gritaba
con desesperación.
No le decían nada y sus manos se clavaban con fuerza
en sus brazos. Alguien abrió una puerta. Ella volvió a gritar. En vano.
Entraron a otro sitio. El olor era distinto. Lejía,
identificó. Le sobrevino una arcada. Reconocía el sitio.
La arrodillaron en el suelo. No podía estar pasándole esto. No podía
ser. Tenía que ser una horrible
pesadilla.
- Soltadme- imploraba llorando, con los mocos
escurriendo por la nariz hacia su boca.- Soltadme. Por favor.
Un pie hizo presión en su espalda para que bajara la
cabeza. Notó que algo se ceñía en su cabeza.
- No, no, no – gritó hasta que su voz quedó
enmudecida con el ruido de una sirena.
Quedó distendida. Como un trapo. Con el cuello
colgando. Le pasaron una cadena por un tobillo y la izaron boca abajo con una
grúa. Los ojos los tenía abiertos y en blanco y alrededor de su cabeza olía un
poco a chamuscado.
La agarraron del pelo para levantarle la barbilla.
Con un diestro movimiento, le atravesaron el cuello con un cuchillo puntiagudo.
La sangre empezó a manar del corte de sus carótidas y yugulares. La sangre,
roja y caliente caía desde las heridas cual cascada en la pila de sangrado del
matadero. De repente sus ojos volvieron a la vida. Trató de coger aire pero
solamente consiguió inspirar sangre, que le llenó la boca. Sus piernas y brazos
empezaron a convulsionar mientras trataba de levantar la cabeza buscando aire.
Su último pensamiento lúcido fue que el aturdimiento
no servía.
El guardia se
acercó al matarife pensando que estaba más blanco que su mono recién puesto.
Estaba sentado en el peldaño de la puerta trasera del matadero boqueando como
un pez fuera del agua.
- ¿Sabes quién es?- le preguntó con voz suave ante el
temor de que se le derrumbara.
- Claro.- Le miró con lagrimones cayéndole por sus
curtidas mejillas.- Es la veterinaria que viene al matadero.
Tres
El hombre entró silbando desafinadamente como
siempre. Fue al cuadro de luces y accionó los interruptores. Las luces tardaban
un rato en encenderse pero, tras tantos años trabajando en la bodega, se la
conocía como la palma de su mano. Tenía que hacer unas comprobaciones antes de
empezar con los trasiegos.
Durante media mañana estuvo con el bodeguero y un
peón trabajando pero después, mientras los otros se iban a almorzar, como todos
los días, subió por la empinada escalera metálica que llevaba a la zona de
tinajas. Allí, en un rincón guardaba su pequeño vicio escondido en una cajita
metálica tras un canalón.
El suelo de la zona de tinajas estaba nuevo. Tras
años de pelea con sanidad habían tenido que sanear la zona y habían terminado
con una capa de epoxi de color rojo. Las bocas de las tinajas se veían abiertas
y oscuras con la poca luz que entraba por los cristales plomados de una gran
cristalera que caracterizaba a la bodega. Ahora mismo no tenían ninguna ocupada
pero en un par de meses estarían casi todas llenas. Fue hacia su rincón pero a
medio camino, junto a una de las tinajas se encontró un par de botas. Eran de
hombre y parecían buenas. Las cogió. La suela de goma apenas estaba desgastada
y era cuero bueno, lustroso y flexible. Se fijó que ponía un 9.5 y lo primero
que le vino a la cabeza fue la duda de a qué número de pie se correspondería
esa referencia. Pero, ¿qué hacían allí esas botas?
Cogió el móvil y buscó en el menú la aplicación de
linterna. El flash se encendió. Hizo un barrido alrededor suyo por si
encontraba algo. Nada. Entonces, acercó la luz a la tinaja. Se agachó para que
la luz penetrase más y poder ver el interior. ¿Había algo al fondo? No podía
ver bien, pero se le erizó el vello y se acojonó.
Bajó la escalera a toda prisa y siguió sin parar
hasta llegar al patio ajardinado. El sol le calmó un poco. Esperó paseando a
que llegasen los otros dos del almuerzo y les contó lo de los zapatos. Los
otros fueron a mirar.
A los cinco minutos salieron al patio con el enólogo.
Estaban pálidos.
- ¿Qué pasa?- les preguntó nervioso.
- Llama a la Guardia Civil. Hay un muerto dentro- le
contestó el bodeguero antes de darse la vuelta y vomitar en el suelo.
- ¿Quién es? ¿Lo sabéis?- agarró por los brazos al
peón.
- Sí… el tipo ese de las gafas que viene a la bodega.
El de Sanidad.
El enólogo no pudo ni darse la vuelta. Vomitó a los
pies del otro.
Unas horas más tarde, cuando ya habían sacado una
camilla con el cuerpo de la bodega, uno de los guardias se acercó al enólogo
con una bolsa de plástico en la mano.
- ¿Sabes de quién puede ser esto?- le preguntó
enseñándole la bolsa transparente. Dentro se encontraba su preciada caja
metálica. Su secreto.
Se encogió de hombros con cara de derrotado.
-
Mío.- Contestó.
El guardia lo miró como se fuera el ser más
despreciable del planeta.
Cuatro
El alguacil estaba que trinaba. Ahora tendría que
acercarse hasta el abastecimiento de agua porque la auxiliar del ayuntamiento
le decía que no había cloro en el agua del pueblo. Puñetero cloro. Si esa agua
se llevaba bebiendo desde hacía mil años y nunca había dado problemas. Pero no,
ahora, había que desinfectarla. Y la niñata pesada esa del ayuntamiento no
tenía otra cosa mejor que hacer a primera hora de cada mañana que mirar el
puñetero cloro dichoso.
- Que, ¿qué va a ser? ¿Qué va a ser?- la imitaba en
voz alta mientras llegaba con el viejo todo terreno al depósito a las afueras
del pueblo.- Pues tonta, qué va a ser… que se habrá gastado la puta garrafa.
Abrió la puerta con su juego de llaves y entró en la
caseta. El clorador hacía su ruido habitual, contando los pasos para lanzar la
dosis de desinfectante. Soltó un puntapié a la garrafa. Tenía cloro.
Y, ahora qué, pensó. Seguro que si volvía al
ayuntamiento y decía que estaba todo bien, la petarda esa iría con el cuento al
secretario. Menudos dos odiosos. Le iban a joder el día.
- Puta mierda- gritó con fuerza. Se agarró a los
asideros del depósito para subir hasta arriba. Se asomó. El depósito estaba a
más de la mitad, pero no se fijó en eso. Casi se cae hacia atrás al tratar de
bajar lo más rápido posible.
Salió de la caseta como alma que lleva el diablo
buscando cobertura para su móvil.
- Ayuntamiento, buenos días- le contestó la auxiliar.
- Soy yo, soy yo… Avisa que no se beba agua. Que no
se beba.
- ¿Qué? Pero, ¿qué pasa?
- Llama a la Guardia Civil. Está en el agua… en el
agua…- notó una opresión en el pecho que le impedía respirar.
Media hora más tarde cuando llegó el secretario del
ayuntamiento junto con la benemérita se encontraron al alguacil sentado en el suelo jadeando.
- ¿Saben quién es?- le preguntó más tarde la
secretaria judicial cuando sacaban el cuerpo del agua.
- Sí, la chiquita esta que venía a la piscina… de
Sanidad. Ahora no recuerdo su nombre.- Contestó en un murmullo.
- Denle un poco de agua a este hombre y llévenlo al
centro de salud. Tiene una crisis de ansiedad.
- No. Agua no.
Cinco
- Entonces, ¿ya te queda claro?- le dijo la voz.
Grave, amenazante, contundente.
- Sí- lloraba la otra atada a la silla.- Sí.
La luz era tan intensa que hasta con los ojos
cerrados le molestaba. Incluso creía notar su calor en la cara. Lagrimones le
caían por sus mejillas y no paraba de hipar y sorberse los mocos.
- ¿En serio?- El golpe fue tan rápido que la silla se
puso sobre dos patas para caer de nuevo.
- Sí, sí, sí…
- Muy bien. Pues dilo.- Y marcándole un número en el
teléfono se lo acercó.
- Ha llamado a la Dirección Provincial de Sanidad. Si
conoce la extensión, márquela. En caso contrario, le atenderos en breves
momentos.- Y comenzó a sonar una versión acústica del “Yellow Submarine”.-
Buenos días.
- Hola. ¿Me puedes pasar con personal?
- Personal. Dígame.
- Hola. Soy María. Me llamasteis ayer para hacer una
interinidad en…
- Ah, sí María. ¿Qué ocurre?
- Renuncio a la plaza. Lo siento, pero tengo que
renunciar.- El hombre apagó la comunicación.
- ¿Qué pasa Pilar?- Le preguntó su compañero de la
sección de personal.
- Lo de siempre. Otra renuncia.
- ¿Te ha dado alguna explicación?
- No. Lloraba como los últimos cuatro o cinco y ha
colgado rápidamente.
- Pues no queda nadie en la lista.
- Ya. La Consejería dijo que trataría el tema para
que se hiciera cargo Tragsa.
- Pues vale.- Se encogió de hombros- ¿Salimos a desayunar?
Epílogo
- Quiero hacer un brindis- dijo el hombre
levantándose con la copa en la mano. Todos se levantaron con un pequeño
estruendo de sillas al arrastrar las patas por el suelo de piedra. Las copas en
lo alto brillaban doradas y preciosas a la luz de las majestuosas lámparas del
fantástico comedor del antiguo palacio.
- Por nosotros. Por nuestra vida y nuestro negocio.
Por lo nuestro. Por nosotros.
- Por nosotros- exclamaron al unísono las casi veinte
personas que estaban alrededor de la mesa.
- Muchachos, rellenad las copas- le espetó el maître
a los camareros, que presurosos atendieron la tarea, para luego volverse a
apartar a un rincón del comedor.
- Todavía no entiendo lo que celebran- comentó el
camarero novato a su compañero.
- Que nos mantienen libres de los inspectores de
sanidad- le contestó el otro.
- Y por eso, hijo mío, en Tortilluela de los
Alcornoques, nunca, jamás, habrá un
inspector de sanidad.- Lo arropó con cariño y le dio un beso en la frente.- Y
ahora, a dormir. Buenas noches.
- Buenas noches papi.
Buenisimo
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