jueves, 22 de marzo de 2018

La leyenda del lugar sin inspector de sanidad

Es lo que tiene, mucho sueño pero sin conseguir dormir... necesito ir a Fraggle Rock...



Uno

Despertó aterido de frío sin saber dónde se encontraba. Tenía algo frío cubriéndole  la cara y al frotársela le escoció.   Notó que todo él estaba cubierto de lo que le parecía escarcha. Percibía una  luz muy tenue a lo lejos pero al intentar caminar hacia ella se tropezó. Fue palpando lo que parecía una torre de plástico hasta encontrar un hueco por donde pasar.
                - ¿Hola? ¿Hola?- gritó al vacío. Nadie contestó. No tenía idea de dónde estaba o cómo había llegado allí. Lo último que recordaba era estar viendo un partido de futbol en un bar. Pero, ¿cuándo había sido eso? Se sentía mareado y le costaba coordinar los pensamientos.
                Oía un zumbido bastante fuerte sobre su cabeza, pero no podía ver más allá de un palmo de sus ojos. Se pegó un golpe en la frente. Tocó una especie de barra fría y fue siguiéndola con la mano hasta llegar a su unión con una columna.  Se tropezó nuevamente  con algo que hizo un ruido seco al desmoronarse. Con las manos frente a su cara para no darse otro porrazo, trató de abrirse camino hacia la luz. El zumbido se hizo de repente más fuerte y notó un viento helador sobre su cuerpo. Se dio cuenta que no llevaba abrigo y que hacía mucho frío.
                Poco a poco, paso a paso fue buscando la débil claridad. Al doblar una esquina fue capaz de distinguir unas cajas. Se acercó a ellas tratando de ver si estaban rotuladas. Consiguió leer: “Guisantes finos”.
                - ¿Dónde cojones estoy? ¿Hola? – gritó de nuevo. Pero solamente escuchó el zumbido por encima de su cabeza.
                En el siguiente montón de cajas consiguió leer “Judías planas” y en el siguiente, “Judías redondas”.
                - ¿Qué es esto? ¿Un puto supermercado?
                Le castañeaban los dientes y su cuerpo temblaba cada vez más hasta el punto de que dolía. La luz estaba casi frente a él como si fuera un faro en un acantilado. Fue resbalando hacia ella. Cayó al suelo y sus manos se llenaron de hielo.  Comprendió que estaba en una cámara de congelación. Pero, ¿dónde? Y, ¿por qué? Le costaba pensar.
                Consiguió llegar a la zona más iluminada y encontró una puerta. Apretó el interruptor de plástico de apertura y aunque se oyó un chasquido, la puerta no se abrió. Buscó alrededor por si hubiera otro interruptor o un timbre de aviso, pero lo único que encontró fue el soporte vacío para un hacha.
                Empezó a golpear la puerta con todas sus fuerzas a la vez que se desgañitaba pidiendo auxilio. Aunque hacía mucho frío, bajo el jersey notaba el sudor causado por los nervios y el continuo golpeo. Le dolían los puños y la garganta enronquecía por momentos pero siguió gritando y dándole a la puerta, ahora ya con las manos extendidas porque los nudillos se le habían abierto y la sangre se quedaba helada como una costra. Le temblaba todo el cuerpo y parecía que se le iban a saltar los dientes con tanto tembleque.
                Paró un momento para recuperar el aliento y cogió la caja más cercana que pudo levantar con facilidad. Continuó dando golpes a la puerta con la caja, que al final se rompió, cayendo por el suelo bolsas de camarones pelados. Cogió una bolsa con cada mano y siguió golpeando la puerta. Los golpes cada vez eran más y más débiles y sus gritos habían pasado a un murmullo ronco.
                Se dejó caer en el suelo, apoyado en la puerta. Siguió con los golpes pero cada vez más lentos y más torpes. Luego, cesaron. Al igual que la tiritona.
                - Eh, hola, ¿cómo tú por aquí? – le sonrío a la oscuridad al cabo de un rato de quietud. Se quedó como escuchando.- Sí, me encantaría darme un baño en la piscina.
                Torpemente se descalzó y se sacó los calcetines. Consiguió liberar un brazo del jersey, pero fue incapaz de sacar la cabeza por el cuello.
                Ya no golpeaba la puerta ni pedía auxilio. Su cuerpo ya no temblaba ni sus dientes castañeteaban. Su respiración era más tranquila y suave. Hasta parecía sonreír.
                Lo encontraron a la mañana siguiente. Un hombre escarchado rodeado de camarones pelados.
                - ¿Lo reconoce?- preguntó el guardia civil al carretillero que lo había encontrado por la mañana.
                - Me parece que es el veterinario. El de sanidad, ya sabe, el que hace inspecciones.

Dos
                Tenía los ojos tapados y las manos a la espalda. Le picaba el cuerpo y el olor amoniacal le recordaba a un corral. Consiguió levantarse e ir tanteando con las manos las paredes hasta tropezarse con algo que sonó metálico. Siguió palpando hasta encontrar una puerta baja de barrotes metálicos. Buscó el pestillo. Resultaba complicado, pero al final, consiguió encontrarlo.
                Cuando ya había conseguido descorrer el pestillo, una mano le agarró fuerte de la nuca. Chilló hasta quedar sin aliento.
                La sacaron de allí con fuerza. Le agarraron los brazos y le obligaron a avanzar.
                - Soltadme. ¿Qué queréis? Dejadme. Socorro.- Gritaba con desesperación.
                No le decían nada y sus manos se clavaban con fuerza en sus brazos. Alguien abrió una puerta. Ella volvió a gritar. En vano.
                Entraron a otro sitio. El olor era distinto. Lejía, identificó. Le sobrevino una arcada. Reconocía el sitio.
                La arrodillaron en el suelo.  No podía estar pasándole esto. No podía ser.  Tenía que ser una horrible pesadilla.
                - Soltadme- imploraba llorando, con los mocos escurriendo por la nariz hacia su boca.- Soltadme. Por favor.
                Un pie hizo presión en su espalda para que bajara la cabeza. Notó que algo se ceñía en su cabeza.
                - No, no, no – gritó hasta que su voz quedó enmudecida con el ruido de una sirena.
                Quedó distendida. Como un trapo. Con el cuello colgando. Le pasaron una cadena por un tobillo y la izaron boca abajo con una grúa. Los ojos los tenía abiertos y en blanco y alrededor de su cabeza olía un poco a chamuscado.
                La agarraron del pelo para levantarle la barbilla. Con un diestro movimiento, le atravesaron el cuello con un cuchillo puntiagudo. La sangre empezó a manar del corte de sus carótidas y yugulares. La sangre, roja y caliente caía desde las heridas cual cascada en la pila de sangrado del matadero. De repente sus ojos volvieron a la vida. Trató de coger aire pero solamente consiguió inspirar sangre, que le llenó la boca. Sus piernas y brazos empezaron a convulsionar mientras trataba de levantar la cabeza buscando aire.
                Su último pensamiento lúcido fue que el aturdimiento no servía.
                El  guardia se acercó al matarife pensando que estaba más blanco que su mono recién puesto. Estaba sentado en el peldaño de la puerta trasera del matadero boqueando como un pez fuera del agua.
                - ¿Sabes quién es?- le preguntó con voz suave ante el temor de que se le derrumbara.
                - Claro.- Le miró con lagrimones cayéndole por sus curtidas mejillas.- Es la veterinaria que viene al matadero.

Tres
                El hombre entró silbando desafinadamente como siempre. Fue al cuadro de luces y accionó los interruptores. Las luces tardaban un rato en encenderse pero, tras tantos años trabajando en la bodega, se la conocía como la palma de su mano. Tenía que hacer unas comprobaciones antes de empezar con los trasiegos.
                Durante media mañana estuvo con el bodeguero y un peón trabajando pero después, mientras los otros se iban a almorzar, como todos los días, subió por la empinada escalera metálica que llevaba a la zona de tinajas. Allí, en un rincón guardaba su pequeño vicio escondido en una cajita metálica tras un canalón.
                El suelo de la zona de tinajas estaba nuevo. Tras años de pelea con sanidad habían tenido que sanear la zona y habían terminado con una capa de epoxi de color rojo. Las bocas de las tinajas se veían abiertas y oscuras con la poca luz que entraba por los cristales plomados de una gran cristalera que caracterizaba a la bodega. Ahora mismo no tenían ninguna ocupada pero en un par de meses estarían casi todas llenas. Fue hacia su rincón pero a medio camino, junto a una de las tinajas se encontró un par de botas. Eran de hombre y parecían buenas. Las cogió. La suela de goma apenas estaba desgastada y era cuero bueno, lustroso y flexible. Se fijó que ponía un 9.5 y lo primero que le vino a la cabeza fue la duda de a qué número de pie se correspondería esa referencia. Pero, ¿qué hacían allí esas botas?
                Cogió el móvil y buscó en el menú la aplicación de linterna. El flash se encendió. Hizo un barrido alrededor suyo por si encontraba algo. Nada. Entonces, acercó la luz a la tinaja. Se agachó para que la luz penetrase más y poder ver el interior. ¿Había algo al fondo? No podía ver bien, pero se le erizó el vello y se acojonó.
                Bajó la escalera a toda prisa y siguió sin parar hasta llegar al patio ajardinado. El sol le calmó un poco. Esperó paseando a que llegasen los otros dos del almuerzo y les contó lo de los zapatos. Los otros fueron a mirar.
                A los cinco minutos salieron al patio con el enólogo. Estaban pálidos.
                - ¿Qué pasa?- les preguntó nervioso.
                - Llama a la Guardia Civil. Hay un muerto dentro- le contestó el bodeguero antes de darse la vuelta y vomitar en el suelo.
                - ¿Quién es? ¿Lo sabéis?- agarró por los brazos al peón.
                - Sí… el tipo ese de las gafas que viene a la bodega. El de Sanidad.
                El enólogo no pudo ni darse la vuelta. Vomitó a los pies del otro.
                Unas horas más tarde, cuando ya habían sacado una camilla con el cuerpo de la bodega, uno de los guardias se acercó al enólogo con una bolsa de plástico en la mano.
                - ¿Sabes de quién puede ser esto?- le preguntó enseñándole la bolsa transparente. Dentro se encontraba su preciada caja metálica. Su secreto.
                Se encogió de hombros con cara de derrotado.
                - Mío.- Contestó.
                El guardia lo miró como se fuera el ser más despreciable del planeta.

Cuatro
                El alguacil estaba que trinaba. Ahora tendría que acercarse hasta el abastecimiento de agua porque la auxiliar del ayuntamiento le decía que no había cloro en el agua del pueblo. Puñetero cloro. Si esa agua se llevaba bebiendo desde hacía mil años y nunca había dado problemas. Pero no, ahora, había que desinfectarla. Y la niñata pesada esa del ayuntamiento no tenía otra cosa mejor que hacer a primera hora de cada mañana que mirar el puñetero cloro dichoso.
                - Que, ¿qué va a ser? ¿Qué va a ser?- la imitaba en voz alta mientras llegaba con el viejo todo terreno al depósito a las afueras del pueblo.- Pues tonta, qué va a ser… que se habrá gastado la puta garrafa.
                Abrió la puerta con su juego de llaves y entró en la caseta. El clorador hacía su ruido habitual, contando los pasos para lanzar la dosis de desinfectante. Soltó un puntapié a la garrafa. Tenía cloro.
                Y, ahora qué, pensó. Seguro que si volvía al ayuntamiento y decía que estaba todo bien, la petarda esa iría con el cuento al secretario. Menudos dos odiosos. Le iban a joder el día.
                - Puta mierda- gritó con fuerza. Se agarró a los asideros del depósito para subir hasta arriba. Se asomó. El depósito estaba a más de la mitad, pero no se fijó en eso. Casi se cae hacia atrás al tratar de bajar lo más rápido posible.
                Salió de la caseta como alma que lleva el diablo buscando cobertura para su móvil.
                - Ayuntamiento, buenos días- le contestó la auxiliar.
                - Soy yo, soy yo… Avisa que no se beba agua. Que no se beba.
                - ¿Qué? Pero, ¿qué pasa?
                - Llama a la Guardia Civil. Está en el agua… en el agua…- notó una opresión en el pecho que le impedía respirar.
                Media hora más tarde cuando llegó el secretario del ayuntamiento junto con la benemérita se encontraron al alguacil  sentado en el suelo jadeando.
                - ¿Saben quién es?- le preguntó más tarde la secretaria judicial cuando sacaban el cuerpo del agua.
                - Sí, la chiquita esta que venía a la piscina… de Sanidad. Ahora no recuerdo su nombre.- Contestó en un murmullo.
                - Denle un poco de agua a este hombre y llévenlo al centro de salud. Tiene una crisis de ansiedad.
                - No. Agua no.

Cinco
                - Entonces, ¿ya te queda claro?- le dijo la voz. Grave, amenazante, contundente.
                - Sí- lloraba la otra atada a la silla.- Sí.
                La luz era tan intensa que hasta con los ojos cerrados le molestaba. Incluso creía notar su calor en la cara. Lagrimones le caían por sus mejillas y no paraba de hipar y sorberse los mocos.
                - ¿En serio?- El golpe fue tan rápido que la silla se puso sobre dos patas para caer de nuevo.
                - Sí, sí, sí…
                - Muy bien. Pues dilo.- Y marcándole un número en el teléfono se lo acercó.
                - Ha llamado a la Dirección Provincial de Sanidad. Si conoce la extensión, márquela. En caso contrario, le atenderos en breves momentos.- Y comenzó a sonar una versión acústica del “Yellow Submarine”.- Buenos días.
                - Hola. ¿Me puedes pasar con personal?
                - Personal. Dígame.
                - Hola. Soy María. Me llamasteis ayer para hacer una interinidad en…
                - Ah, sí María. ¿Qué ocurre?
                - Renuncio a la plaza. Lo siento, pero tengo que renunciar.- El hombre apagó la comunicación.
                - ¿Qué pasa Pilar?- Le preguntó su compañero de la sección de personal.
                - Lo de siempre. Otra renuncia.
                - ¿Te ha dado alguna explicación?
                - No. Lloraba como los últimos cuatro o cinco y ha colgado rápidamente.
                - Pues no queda nadie en la lista.
                - Ya. La Consejería dijo que trataría el tema para que se hiciera cargo Tragsa.
                - Pues vale.- Se encogió de hombros-  ¿Salimos a desayunar?
               
Epílogo
                - Quiero hacer un brindis- dijo el hombre levantándose con la copa en la mano. Todos se levantaron con un pequeño estruendo de sillas al arrastrar las patas por el suelo de piedra. Las copas en lo alto brillaban doradas y preciosas a la luz de las majestuosas lámparas del fantástico comedor del antiguo palacio.
                - Por nosotros. Por nuestra vida y nuestro negocio. Por lo nuestro. Por nosotros.
                - Por nosotros- exclamaron al unísono las casi veinte personas que estaban alrededor de la mesa.
                - Muchachos, rellenad las copas- le espetó el maître a los camareros, que presurosos atendieron la tarea, para luego volverse a apartar a un rincón del comedor.
                - Todavía no entiendo lo que celebran- comentó el camarero novato a su compañero.
                - Que nos mantienen libres de los inspectores de sanidad- le contestó el otro.

                - Y por eso, hijo mío, en Tortilluela de los Alcornoques, nunca, jamás, habrá  un inspector de sanidad.- Lo arropó con cariño y le dio un beso en la frente.- Y ahora, a dormir. Buenas noches.
                - Buenas noches papi.

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